Un cachorro sin pedigrí


El cachorro acabó de evacuar el vientre tras un último esfuerzo y se volvió a mirar la caca; la olisqueó, la lamió, como para cerciorarse de que era realmente suya y, después de unos segundos de titubeo, se encaminó a la parte opuesta del salón. Era un perro flaco, no más alto que un bebé andando a gatas; tenía el hocico alargado y en su pelo liso, corto y áspero se mezclaban distintos tonos de marrón y algo de negro; parecía un animal despierto, aunque Paco, el dueño a su pesar, aún no había conseguido que defecara en la caja con periódicos, arena y serrín que tenía colocada en un extremo del diminuto salón. El cachorro, de nombre Chucho, parecía entender que su amo pretendía algo con él y con aquel rectángulo arenoso, en el que a veces había echado una meada, para marcar su territorio, y, quizá por eso, ahora estaba quieto en un rincón, con las orejas tiesas, mirando la caja y atento a los movimientos de Paco, que ya volvía de la cocina con una taza de café humeando entre las manos.

Paco estaba delgado como su perro; de niño los chicos del barrio lo llamaban Canijo y, ya adulto, nunca había pasado de los sesenta y cinco kilos, a pesar de su metro ochenta y cinco de estatura. El apodo de su infancia había permanecido en el tiempo, sobre todo gracias al empeño de su mujer, quien no había ahorrado esfuerzos para conseguir que todo el mundo siguiera llamándolo así; incluso ella misma, aunque había afinado un poco más y, después de llamarlo Canijo durante meses después de casados, en tono cariñoso decía, había pasado a llamarlo simplemente Cani, que le parecía como más íntimo, distinto a cualquier otro apelativo para la pareja; y así, entre Cani esto y Cani lo otro, a Paco casi se le olvidó el nombre que le pusieron en la pila bautismal en honor a San Francisco.
Cuando pisó la caca, a Paco se le fue el pie izquierdo detrás de la zapatilla, que parecía tener prisa por cruzar el salón sola; el desequilibrio consiguiente le hizo gesticular con las manos para agarrarse a cualquier cosa, ante la atenta mirada de Chucho; la taza de café fue a estamparse contra la mesita de la tele y el cachorro tuvo que esconderse detrás del sofá para esquivar la andanada de loza y de líquido negro y caliente que se le venía encima; el Canijo consiguió aferrarse con la mano izquierda al brazo del sillón y se quedó sentado en el suelo, la pierna izquierda extendida y la derecha doblada, formando un ángulo de casi noventa grados entre ambas, como si estuviera a punto de comenzar un ejercicio de gimnasia de suelo. La muestra olorosa del cachorro también le había llenado el pantalón y Paco pensó que lo mejor sería contar hasta diez, o hasta cien, antes de comprobar el desaguisado, para no ponerse a blasfemar como un loco y para no enviar al chucho al mismísimo infierno.

Una vez más, después de limpiarlo todo y regañar al cachorro con muchas voces y muchos gestos, en la creencia de que Chucho lo entendería mejor cuanto más gritara, Paco se preguntó por qué diablos había permitido que sus hijas le colaran aquel gol. Es el cachorro de una amiga, le habían dicho; sólo se quedará el fin de semana, le aseguraron; volverán a por él el lunes, le prometieron; pero nada de nada. María y Ana, sus hijas, lo conocían bien y eran expertas en las escaramuzas caseras; Ana, con su pelo rizado y su hoyuelo en las mejillas cada vez que sonreía, era la determinación en persona; poseía carácter, fuerza, personalidad; tanto es así que, cada vez que tomaba una decisión, no había quien le chistara; por su parte, María, dócil y obediente, siempre cedía y se dejaba llevar por el instinto y la capacidad de acción de su hermana mayor. Las dos niñas habían encontrado el cachorro en un parque, aterido de frío en una tarde de invierno y habían decidido llevarlo a casa con el pretexto, inventado por Ana, de que una amiga se lo había dejado para el sábado y el domingo.
El Canijo llegó a saber toda la historia, pues, después de todo, una cosa es ser un padre benévolo y comprensivo y otra cosa es ser tonto, pero no había tenido agallas para largar al cachorro. Desde un principio, había visto a sus hijas, enternecido, darle el biberón al animal, jugar con él, hablarle con cariño, turnarse para atenderlo cuando tenían que estudiar…, y todo eso venció su resistencia.  De modo que el dichoso chucho se quedó contra viento y marea y ahora no había más remedio que adaptarse.

A sus cuarenta y siete años, Paco aún podía adaptarse a desafíos como éste. El cachorro aprendería con el tiempo; al fin y al cabo, sólo tenía unos meses. Después de cambiarse de ropa, El Canijo consiguió llenar otra taza de café y llevarla entera, con todo cuidado, hasta su sillón favorito, donde se disponía a leer el periódico. Observó que el cachorro lo miraba con atención, con esa mirada que imploraba comprensión; parecía querer decir: entiéndeme, no sé por qué te has enfadado tanto conmigo antes, pero, fuera lo que fuese, intentaré hacerlo mejor la próxima vez, y la siguiente, y la otra…
Los labios de Paco esbozaron una sonrisa, sin dejar de mirar a Chucho. ¡Qué vida tan feliz llevas!, pensó. No como yo, que tengo que trabajar en los jardines para ganarme la vida. ¡Y con este calor! Menos mal que ya me he recuperado del arrechucho que me dio hace dos años.
La mente de Paco se deslizaba hacia un tiempo pasado, sin dejar de mirar al cachorro. El bienestar momentáneo, el café, el periódico, el día libre, las niñas y la mujer en la piscina municipal, el cachorro quieto frente a él, la quietud en el piso y en el barrio a estas horas de la tarde, todo se conjuntaba para que se sintiera bien; y quizá precisamente por eso recordó aquella tarde de hace dos veranos, cuando estaba sentado en el sofá viendo la tele, después de un día bochornoso y agotador. Todo había comenzado con un dolor intenso en el pecho, el malestar cerca del corazón, el dolor en el hombro y el brazo izquierdos; y luego aquel sofoco, aquella sensación de ansiedad, la angustia de saber que estaba pasando algo que escapaba a su control, el grito llamando a su mujer… Había tenido suerte; aquel día de hace dos veranos fueron su mujer y sus hijas quienes evitaron, con su rápida llamada al médico, que la angina de pecho que sufrió tuviese peores consecuencias. Pero ya estaba recuperado; dos años después volvía a sentirse como un toro, aunque, eso sí, un toro muy flaco.

Chucho permaneció quieto en su rincón, mirando a su amo. Todas las células de su cuerpo se desvivían por servir a aquel sujeto flaco y larguirucho, gruñón, pero bueno en el fondo. Esto lo sabía bien el cachorro; sabía que trataba con un buen espécimen de ser humano, a pesar de las regañetas; lo notaba cuando lo olía, cuando se dejaba acariciar el lomo lleno de satisfacción, cuando captaba la ternura en los ojos del hombre en momentos en que ni éste mismo reconocería que estaba enternecido. Se sentía a sus anchas en aquella casa, aunque fuese pequeña; para sus dimensiones, no estaba mal; echaba en falta el olor de la hierba fresca del jardín donde nació, los árboles de los alrededores cuando estaba con el resto de la camada, el cielo abierto, las noches estrelladas cerca del olor y el calor de su madre y sus hermanos…; pero, a cambio de todo eso, recibía amor a raudales de dos niñas que estaban loquitas con él; el cachorro notaba como se le aceleraba el pulso, las orejas tiesas, todos los sentidos en alerta máxima cuando las olía o las oía llegar por la escalera del bloque; eran momentos de júbilo y Chucho se deshacía en atenciones hacia las niñas, lamiendo y volviendo a lamerles las manos, saltando de acá para allá, bajando la cabeza hasta el suelo y alzando el trasero sin parar de mover la cola, para demostrarles su disposición a jugar a cualquier cosa, su alegría por estar allí. Con Paco, todo era distinto; Paco no quería juegos y eso lo comprobó Chucho desde el principio, y se adaptó; su instinto le decía, o tal vez su capacidad de aprendizaje le advirtió, que debía estarse quietecito en presencia de aquel hombre alto y delgado, para que las aguas fueran por su cauce.
Chucho continuó mirando a su amo, atento a cualquier señal que éste pudiera hacer; lo miraba con sus ojos inocentes, vivos, desprovistos del caparazón engañoso que usan muchos humanos en su mirada. Lo miraba y se fijaba en cada rasgo de su rostro cuando, de repente, todos sus sentidos se pusieron en alerta, antes incluso de que el hombre notara nada;  el cachorro lo vio llevarse la mano derecha a la cabeza, en un gesto brusco, mientras el brazo izquierdo parecía quedar muerto a un lado del cuerpo; Chucho se acercó a su amo, tenso, dispuesto a obedecer, a reaccionar a una orden, y tuvo que apartarse de un salto para evitar que lo aplastara el cuerpo de Paco cuando cayó al suelo en su intento por incorporarse desde el sillón; el cachorro se situó cerca del rostro de su amo y lo lamió; sabía que aquel hombre flaco necesitaba ayuda.

Paco ni siquiera había sentido el golpe contra el suelo; le dolía la cabeza, tanto como en los dos o tres días anteriores, y no notaba la parte izquierda del cuerpo, no era dueño de ella, no respondía a su intento desesperado por hacer que sus miembros se movieran; había perdido la visión del ojo izquierdo y no podía hablar porque sólo conseguía mover la mitad de la boca y así, más que hablar, farfullaba; era consciente de la gravedad de la situación, tendido en el suelo, con el rostro contusionado; con el ojo derecho veía las patas del sofá, al chucho sentado delante mismo de su nariz y, más allá, la mesita con el único elemento de la casa que lo podía salvar: el teléfono. Sabía que sólo disponía de unas horas, lo que llaman la ventana terapéutica, dentro de la cual uno todavía puede salir más o menos bien librado de un infarto cerebral. Se estremeció. ¡Dios mío, estoy solo! ¿Cómo diablos voy a llegar al teléfono? Intentó incorporarse, mover la parte izquierda, pero era imposible; esa parte ya no pertenecía al ámbito de influencia de su cerebro. Intentó calmarse y trató de ordenarle al chucho que le dejara vía libre, que no entorpeciera su paso. Oyó su propia voz, extraña, confusa, una rara mezcla de sonidos que parecían pertenecer a otro idioma. Poco a poco, avanzó el brazo derecho y luego la pierna, para arrastrarse hasta el teléfono y entonces observó algo que lo dejó atónito.

El chucho sabía que la cosa era grave; él no entendía de infartos ni enfermedades, pero podía oler el miedo de su amo. Cuando vio que Paco movía el brazo derecho, supo lo que tenía que hacer; sin dudarlo un segundo, como si actuara movido por un resorte genético ancestral, mordió el brazo izquierdo del hombre procurando agarrarlo sin llegar a clavarle los dientes, afilados como agujas, y tiró hacia sí con todas sus fuerzas, al tiempo que Paco movía la parte derecha del cuerpo; la cosa funcionó y, en la eternidad que tardan en pasar los minutos en esos momentos de desesperación, hombre y perro fueron los dos a una, compenetrados como si hubiesen hecho un ejercicio parecido durante toda su vida, sin mirarse siquiera, cada uno absorto en su trabajo y en su esfuerzo, los ojos de Paco fijos en el teléfono sin dejar de empujar con el brazo y la pierna; los ojos de Chucho yendo y viniendo del brazo izquierdo al brazo derecho, sin dejar de morder, sin cesar de tirar, sin cejar en su empeño por ir a la par con el otro brazo que se movía sin su ayuda.

Recorrer tres metros en unos minutos es fácil para cualquiera, pero Paco supo que se hallaba al límite de sus fuerzas cuando llegó al pie de la mesita del teléfono; desde el suelo, descolgó el auricular y marcó el 112, ante la atenta mirada de Chucho, que se había sentado junto a su cabeza.
- Emergencias –dijo una voz al otro lado del hilo.
Sin saber muy bien cómo, Paco consiguió hacer que entendieran la gravedad de la situación y dar las señas de su piso. Después colgó. Ahora quedaba otra ardua tarea. Había que atravesar el pasillo y llegar hasta la puerta para accionar la manivela y dar así entrada al equipo de emergencia, que ya se había puesto en camino. Pero esta vez, antes de emprender el camino hasta la puerta, sabía que no estaba solo, contaba con un fiel aliado, alguien que estaba dispuesto a llevarlo a rastras hasta el mismísimo infierno si hacía falta, que no desfallecería mientras tuviera un hálito de vida. Paco miró a Chucho y viceversa, y, esta vez, una dulce corriente armónica se estableció entre ambas miradas, como si fueran sólo una, y ninguno de los dos necesitó más para saber que el mensaje había sido captado por la otra parte y que había que seguir tirando y empujando hasta llegar a la puerta.


El recorrido hasta la puerta fue menos doloroso para Paco; la ayuda estaba en camino y, si no conseguía llegar, siempre podrían echar la puerta abajo; además, a su lado, un cuerpecito fibroso que era todo tesón y coraje se empeñaba en arrastrarlo más allá de sus propias fuerzas. Exhausto, al llegar junto a la puerta, El Canijo tuvo las fuerzas justas para accionar la manivela y dejar la puerta entreabierta. Allí tendido boca abajo, con Chucho a su lado mientras esperaban la llegada de los médicos, Paco consiguió todavía farfullar un agradecimiento que le brotaba desde lo más hondo de sus entrañas; un agradecimiento visceral y sincero: ¡Bendito seas, Chucho!


Antonio Delgado

Comentarios

  1. Impresionante!!! Súper tierno!! Me has sacado una gran sonrisa al terminar de leerlo, gracias😘

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