El gorrito rosa




Pedro estaba sentado sobre su lecho, medio cubierto por una gruesa manta de lana. Miraba al frente, a la Plaza de España, posando la vista en los bancos del parque, en algún árbol, en el perro de buena planta que tiraba de la correa llevando a su dueña a rastras. Era una mañana fría y el viejo sintió un escalofrío y comenzó a tiritar, al tiempo que se llevaba la mano a la cara para rascarse la raquítica barba. Decidió que era hora de levantarse. Mientras se desperezaba, sus retinas, fijas aún en la plaza, le trajeron la imagen de un furgón policial grande. Lo conocía bien. Era el transporte de los caballos. Observó cómo el funcionario de uniforme azul, de porte erguido, abría los portones traseros del vehículo y ayudaba a salir, tirándoles de las bridas, a dos hermosos caballos, uno blanco y el otro color aceituna. Luego, dos policías montaron y se alejaron al paso entre los paseantes. Pedro acabó de restregarse los ojos y se puso en pie. No necesitaba vestirse, pues siempre se acostaba vestido. Pero había algo que sí le hacía falta: comida. Tenía hambre. No había comido nada desde la tarde anterior y ya iba a ser mediodía. Volvió a estirar brazos y piernas, bostezó y se puso en movimiento. Se movía arrastrando los pies, tirando cansinamente de su cuerpo flaco. Lo primero que hizo, como cada día, fue acercarse a la papelera que había en la acera, enganchada a una farola, a pocos metros de su cobijo. Tal vez alguien habría tirado ya un bocadillo a medio comer, una lata de refresco sin acabar o quién sabe qué. Buscó con parsimonia, escarbando con los dedos en la basura, metiendo la mitad de la cabeza dentro del recipiente y esta vez su búsqueda dio fruto. O, más bien, fruta. Se encontró una manzana a la que tan sólo le faltaban un par de bocados. La miró despacio, le dio la vuelta, la frotó con unas manos enguantadas que dejaban al descubierto casi todos los dedos y se la llevó a la boca. Después de sentarse al sol para calentar su vieja piel mientras masticaba lentamente el improvisado desayuno, Pedro decidió llegada la hora de su paseo diario. Era como si tuviese que inspeccionar su propio territorio cada día: la Gran Vía arriba y abajo por un lado y la Catedral de la Almudena y el Palacio Real por el otro. Ése era su feudo. Hacía años que no salía de esos rincones, si acaso, alguna vez se acercaba hasta la Plaza Mayor. Como siempre, extendió la manta sobre los cartones, en un rincón, en lo más alto de la escalinata que conducía al edificio de Telefónica, el cuál había sido cerrado y abandonado unos años atrás, y bajó luego a la calle para incorporarse a la marea humana que ya fluía por la Gran Vía. No había cuidado de que ningún otro mendigo viniera a robarle la manta. Todos sabían que éste era su territorio y lo respetaban. No eran los otros mendigos los que podían molestarlo, sino esos chicos jóvenes de cabeza pelada y cazadoras de cuero. Subiendo por la calle madrileña de los múltiples teatros, Pedro se sentía transportado a otra época. A veces, paseaba también de noche por aquí, para sentirse parte del glamour, y se detenía ante los teatros a ver los enormes carteles y las fotos que anunciaban el más reciente espectáculo, y veía pasar a hombres y mujeres envueltos en sus abrigos, con envidia, y una lágrima se asomaba a sus ojos, y su boca esbozaba algo parecido a una sonrisa cuando lo embargaba la nostalgia. Esta vez, a medio camino calle arriba, observó algo distinto. Uno nuevo. A la puerta de una pizzería, delante de una de las enormes cristaleras, un nuevo inquilino se había apropiado de un par de metros de acera. Puede que fuera el joven del día anterior, el que anduvo alargando la mano a la entrada de los teatros para sacar unas monedas, o puede que no. En cualquier caso, no podía saber quien era. Todo lo que podía ver eran los cartones en el suelo sobre los que descansaba un bulto alargado, tapado con un saco de dormir. Pedro giró sobre sus pasos. Dos mendigos eran demasiado para una misma acera. Volvió a bajar hasta la esquina con la plaza de España, torció a la izquierda por delante del hotel del mismo nombre, dejó atrás su rincón de Telefónica y se dirigió con paso cansino hacia el Palacio Real. Pasó ante los jardines reales, los mismos que debieron servir de solaz y descanso a tantos reyes -¿cómo vivirían los reyes?-, y recorrió en toda su longitud una enorme cola de decenas de turistas que serpenteaba desde la entrada al palacio hasta más allá de la estatua de San Pedro, sintiendo la mirada curiosa de algunos, el desprecio en otros, la indiferencia en la mayoría de los que esperaban para entrar en el palacio. Pedro se detuvo a mirar la enorme estatua, que se hallaba a espaldas de la catedral, una figura poderosa que sostenía en las manos las llaves del reino de los cristianos. Las llaves del cielo. Ojalá dispusiera él de un manojo de llaves como ése, aunque no fuera para abrir el paraíso: le habría bastado con que abrieran cualquier habitación caliente en este largo invierno.

El frío de primeras horas iba plegando velas y había dado paso a una cálida mañana de febrero, en la que el sol calentaba hasta el minúsculo cuerpo de Pedro. Se sintió mejor. Siguió caminando, arrastrando los mugrientos zapatos de suelas desgastadas, con las manos metidas en los bolsillos de un abrigo harapiento. Le costaba un mundo mover el frágil esqueleto recubierto de piel y poco más. Casi sin darse cuenta, sus pasos lo condujeron hasta el otro lado de la Catedral de la Almudena, donde estaba la entrada. Pedro subió hasta una de las grandes puertas, después de pasar ante una mujer que pedía limosna en otro idioma sentada en el suelo, y accedió al templo entre la oleada de visitantes de la mañana, adentrándose en el mismo rodeando las columnas. En un extremo, un sacerdote estaba diciendo misa, y los bedeles de uniforme vigilaban para que nadie turbara la paz y el sosiego del recinto. Los turistas hacían fotos de santos, columnas, rincones y del fastuoso órgano colocado en lo alto, un instrumento portentoso de múltiples trompetas, todo un prodigio de sonidos que todavía conseguían transportar a Pedro a otros mundos, igual que cuando era más joven y acudía a algunos conciertos pagando la entrada. Además, había algo mágico allí que lo tranquilizaba. No era religioso, nunca lo había sido especialmente. Como tantos otros, se había casado por la iglesia, había bautizado a su hija, había asistido a  funerales y comuniones, pero no se creía casi nada de cuanto allí le contaban. Aún así, el templo transportaba su mente a otros lugares y le hacía olvidar quién era y cómo vivía aunque sólo fuese por unos minutos o unas horas. Quizá fuese el silencio o tal vez la armonía de colores del techo, la luz que formaba un arco iris en las columnas tras pasar por las altas vidrieras, el murmullo de la gente hablando en voz muy baja, o, en fin, el compendio de todas esas cosas. Pedro se adentró entre aquellos muros y fue a sentarse en el interior de una pequeña capilla donde algunas personas acudían a rezar. Se acomodó en un rincón, recostó la cabeza contra la piedra y cerró los ojos. No se quedó dormido, pero sus neuronas no tardaron en llevarlo en volandas a su particular paraíso.



Cuando cayó la tarde y luego la noche se apoderó de las calles, el frío volvió a instalarse en los huesos de todos los que dormían a la intemperie. Pedro se removió bajo la manta, buscando detener el viento gélido más allá de la tabla que le servía de parapeto. No lo consiguió. Parecía que la noche se presentaba cruda, aunque no había tenido un mal día. Había comido algo gracias a las monedas que todavía le daban quienes lo conocieron en mejores circunstancias, y se había calentado las entrañas al sol en un banco de un parque, viendo a los niños pequeños corretear, trepar, saltar y jugar. Algunos de ellos incluso se acercaron a él, con curiosidad, y lo miraron a la cara francamente, hasta que el adulto que se encargaba de su custodia lo retiraba y se lo llevaba al otro extremo. Pedro no gustaba a los adultos. Nadie quería tener nada que ver con un viejo que arrastraba su vida por las calles, que dormía al raso, que no sabía si comería al día siguiente ni dónde, que andaba desaliñado y andrajoso, que olía a sucio, y que, en suma, no tenía donde caerse muerto. O, mejor dicho, sí tenía. Tal vez eso era lo único que le quedaba. También él tendría un lugar donde morir. El viento frío volvió a abofetearle el rostro y Pedro se removió en su refugio, buscando una postura que le proporcionara algo de calor. Entonces la vio. Parada ante él, a unos metros, en la base de la escalera que conducía hasta su rincón, una niña de mofletes colorados y mirada cristalina se había detenido a mirarlo. Llevaba puesto un abrigo y guantes y bufanda y se cubría la cabeza con un gorro de lana rosa, dejando expuesto al frío tan sólo los mofletes, la nariz y los ojos. No podía verle la boca, pero escuchó su voz:

-          ¿Cómo te llamas? –preguntó la niña, que no debía tener más allá de cinco años. Pedro se escuchó a sí mismo diciendo su nombre.

-          ¿Y por qué duermes en la calle?

Pedro no tuvo tiempo de contestar. Un hombre alto, de treinta y tantos años, que caminaba rodeando con su brazo los hombros de una mujer hermosa, la agarró de la mano y tiró de ella al tiempo que le decía “Vamos, Lucía, que hace mucho frío”. La niña se dejó llevar pero aún tuvo tiempo de otro gesto espontáneo y, sin dejar de mirar a Pedro, levantó la mano libre y dijo “adiós, Pedro”, moviendo la mano hasta que desapareció tras la esquina del edificio. El viejo se quedó contemplando el vacío, reteniendo en su mente a la niña del gorro rosa. Hacía siglos que nadie lo llamaba por su nombre. Pedro. Como si aquellas dos sílabas pronunciadas en voz alta fueran la llave de algún cofre interno, Pedro evocó esa noche mil y una imágenes de su vida, de cuando él también estaba en la cresta de la ola, con una mujer y una hija parecidas a las que acababan de pasar, con un empleo que le daba para vivir, con objetivos que cumplir, con ilusiones, con ganas, con todo lo que uno necesita y muchas veces no valora. Recorrió en su mente los errores cometidos, los aciertos, las caras de los amigos y también las de los enemigos, el vuelo fugaz de los días felices y el revés que lo hundió en un pozo sin fondo el día en que un maldito accidente le arrebató lo que más quería. Con los ojos bien abiertos, se tumbó e intentó dormir, pero sabía que ésa noche tardaría una eternidad.



Cuando volvió a abrir los ojos, estaba tumbado boca arriba, arrebujado en la manta, y contempló los desconchones del techo que cubría los escalones donde se encontraba. No sabía cuánto había dormido, pero no tenía ni asomo de sueño, ni siquiera tenía frío, por lo que dedujo que debía andar cerca la mañana. El blanco ennegrecido del techo le devolvió el reflejo de una luz que debía provenir de la acera. Extrañado, Pedro estiró el cuello y ladeó la cabeza para otear por encima de la tabla. Al principio, creyó que estaba sufriendo una alucinación, pero luego, atraído por el tono rosado de la luz, se incorporó con una soltura que no recordaba que poseía y se quedó sentado en el rincón, con la espalda apoyada contra la pared, sin salir de su asombro. Era ella. Era la niña del gorro rosa, que ya subía los escalones, rodeada de un halo rosado. Traía un vaso en la mano y esta vez Pedro pudo ver su sonrisa de ángel.

-          ¿Quieres chocolate caliente? –preguntó.

Pedro alargó la mano y tomó el vaso. Enseguida sintió el calor traspasándole los dedos y, cuando se llevó el líquido negro a la boca, ese calor pasó garganta abajo buscando su centro. Se sintió reconfortado. No preguntó qué hacía la niña sola allí a esas horas de la madrugada, ni dónde estaban sus padres. Le bastó con ver reflejado en su rostro toda la inocencia del mundo. Pedro le devolvió el vaso y le acarició la mano con ternura en un gesto de infinito agradecimiento. La niña sonrió y luego se llevó la mano a la cabeza y se quitó el gorro, dejando ver una preciosa cabellera morena.

-          Toma –dijo- Te lo regalo.

Pedro tomó el gorrito de lana entre los dedos y lo apretó. Entonces la niña desapareció ante sus ojos y el viejo se quedó mirando al vacío, a la negrura de una noche condenadamente fría. Y comprendió que había sufrido una alucinación, tal vez porque no había comido mucho el día anterior, tal vez porque ya estaba viejo, tal vez porque sí.



La mañana siguiente se presentó helada. El asfalto estaba escarchado y los transeúntes exhalaban un vaho denso. Todos se protegían las orejas y las manos y se apresuraban para llegar pronto a sus destinos y quitarse rápidamente de la calle. El frío era glacial. Frente al edificio cerrado de Telefónica, un policía que acababa de bajar el caballo del furgón, fue requerido por un paseante que le indicó que algo ocurría al otro lado de la plaza, en las escaleras del edificio abandonado. El policía cruzó la plaza apretando el paso y se acercó hacia donde le indicaron, donde ya se habían congregado varios curiosos. Después de abrirse paso entre los presentes, subió los escalones del edificio de dos en dos, hasta el rincón en que un mendigo parecía dormitar. El hombre, de poca barba y escaso de carnes, se hallaba sentado sobre el último escalón, con una manta echada sobre las piernas y los ojos abiertos y fijos en el asfalto al borde de la acera. Tenía un brillo intenso en las pupilas, como si sus ojos vieran algo que estaba mucho más allá de la realidad que tenía ante sí, y su boca dibujaba una sonrisa, petrificada y enigmática. Cualquiera diría que no había sufrido nada en sus últimas horas. No respiraba ya. Parecía que la noche había sido demasiado dura para él. El policía le puso la mano en el cuello, en un vano intento de buscar un pulso inexistente y luego le cerró los ojos. No podía hacer nada más. Lo que no consiguió, por más que lo intentó, fue arrebatarle un gorro de lana de color rosa que el viejo apretaba con fuerza entre los dedos.



Antonio Delgado

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