El gorrito rosa
Pedro estaba sentado sobre su lecho, medio cubierto por una gruesa manta de lana. Miraba al frente, a la Plaza de España, posando la vista en los bancos del parque, en algún árbol, en el perro de buena planta que tiraba de la correa llevando a su dueña a rastras. Era una mañana fría y el viejo sintió un escalofrío y comenzó a tiritar, al tiempo que se llevaba la mano a la cara para rascarse la raquítica barba. Decidió que era hora de levantarse. Mientras se desperezaba, sus retinas, fijas aún en la plaza, le trajeron la imagen de un furgón policial grande. Lo conocía bien. Era el transporte de los caballos. Observó cómo el funcionario de uniforme azul, de porte erguido, abría los portones traseros del vehículo y ayudaba a salir, tirándoles de las bridas, a dos hermosos caballos, uno blanco y el otro color aceituna. Luego, dos policías montaron y se alejaron al paso entre los paseantes. Pedro acabó de restregarse los ojos y se puso en pie. No necesitaba vestirse, pues siempre se