El tigre del Yucatán

Tras atravesar el camino adoquinado que nacía en la puerta del hotel y se extendía un centenar de metros custodiado por árboles, cruzamos la barrera para coches donde se aburría el guardia, un joven imberbe con cara de pocos amigos. Aún era temprano y habíamos visto pocas almas, tan sólo alguna que otra pareja tan madrugadores como nosotros y algún empleado que entraba o salía de turno. Saludamos sin mucho afán al joven antipático y nos dirigimos a la salida del recinto hotelero, hacia el aparcamiento de las agencias.  Al acercarnos, al otro lado de la valla metálica que marcaba el espacio que podían ocupar los vehículos de alquiler, vimos tan sólo dos furgonetas, situadas una en el rincón opuesto a la otra. Ambas eran blancas, pero con este detalle se acababan las similitudes. La más cercana al espacio de salida del recinto era bastante nueva, curvilínea, de llantas atractivas, carrocería cuidada, pintura en buen estado y, en fin, con aspecto de moverse, y bien, a diario. La otra, situada en el rincón más alejado, rectangular, con demasiadas aristas, vieja de solemnidad, la pintura agrietada, el chasis abollado,  no parecía haberse movido en siglos.
-          ¡Buenos días, señores!
La voz, de inequívoco acento mejicano, provenía de la garganta de un viejo canoso que había aparecido de repente junto al vehículo más vetusto; vestía pantalón largo, tono gris claro, bien planchado, y camisa clara con los faldones por fuera, muy discreto, propio de un anciano, contrastando con nosotros dos, que íbamos ataviados con el uniforme del turista, a saber: pantalón corto, camiseta de dibujos y colores, y sandalias, amén de la cámara fotográfica y la de vídeo.
            - Si desean visitar algún lugar, estoy para servirles –añadió el viejo.
Prevenido por las historias que cuentan de timadores por estas tierras de allende los mares, me acerqué con precaución, pero Rosa, entusiasta como ella sola, buscó enseguida el acuerdo, a tanto el día, antes de que yo pudiera abrir la boca. Y hubo trato. Y fue entonces cuando abrí la boca, pero de par en par, al comprobar que el vehículo que nos proponía el viejo era el que parecía que se estaba cayendo a pedazos. Pero el anciano insistió, y luego, para tranquilizarnos, arrancó y, para mi sorpresa, el motor todavía funcionaba.
Poco después, rodando por una carretera estrecha, sentados tras el conductor, Rosa, hermosa, deslumbrante, y yo, tuvimos ocasión de fijarnos bien en nuestro improvisado guía.
- ¿Cómo se llama usted? –preguntó Rosa.
Casi al tiempo de hacer la pregunta, observó con disimulo los dedos del hombre, que ceñían el volante, y una expresión de asombro acudió a su rostro.
-          A mí me pusieron Wilfred, por mi padre, pero todos me llaman Tigre.   
            Con un gesto leve de cabeza y señalando con la mirada, Rosa me puso al tanto del por qué de este apodo: el viejo tenía las uñas casi tan largas como los dedos, lo cual le proporcionaba un toque muy particular, complementado por una forma de ser no menos especial, pausado, de voz sosegada y andar tranquilo, paciente, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Las arrugas que surcaban su rostro no lo afeaban lo más mínimo, antes al contrario, le daban el aspecto de un venerable anciano maya.
El vehículo rodaba ahora entre casas habitadas que parecían estar a medio construir, con los bloques de hormigón sin revestir, madera o paja en el techo, distintos colores, acá una pared de palos, allá una ventana de chapa, abierta como si fuera una lata de sardinas. Nos detuvimos ante una de estas casas, de fachada azul, con una primera estancia nada más pasar el umbral, llena de cachivaches antiguos, entre los que había un molinillo de mano para moler café que ni mi pareja ni yo habíamos usado jamás; tras esta habitación, otra dos peldaños más baja, que parecía capaz de dejar pasar toda el agua del mundo cuando lloviera; al salir de ésta, se acabó la casa y empezó una especie de lugar para todo, al aire libre, donde había un par de hamacas de cuerda colgadas entre dos árboles, una corraleta con dos marranos, un corral con gallinas y un pavo y, más allá, otra estancia hecha de palos y paja, en cuyo interior estaba el hogar, la lumbre, el fuego en el suelo en lo que debía de ser la cocina. Era la casa de María, mujer regordeta, de baja estatura y carrillos mofletudos, que llevaba el pelo recogido atrás en un rodete, risueña y aparentemente feliz; nos había franqueado la entrada por indicación de El Tigre, quien había hablado con ella en su lengua maya, pues ella no hablaba castellano. Al salir de allí tras poner unas monedas en las manos de María,  sorprendidos al constatar una forma de vivir que nos pareció primitiva, todavía tuvimos ocasión de acentuar nuestro asombro, pues afuera esperaban seis o siete niños, descalzos, de sonrisas luminosas y caras llenas de churretes. Como turistas ávidos de recuerdos que mostrar a los amigos, nos hicimos las fotos de rigor con los críos, para enseña0r a todo el mundo lo pobres que eran en este lugar, repartimos las cajitas de cereales que habíamos guardado desde el bufé del desayuno y seguimos camino con El Tigre, pensando que junto a los hoteles de lujo como el nuestro, también había en Méjico lo que llaman bolsas de pobreza, de ésas que salen en las noticias de la tele.
Cuando llegamos a Chichén-Itzá, Rosa bajó rauda del vehículo y se dispuso a subir de un tirón los noventa y dos escalones de la Pirámide de Kukulcán, cosa que hizo; desde abajo, extasiado ante tamaña demostración de valor, observé la empinada estructura y me maravillé de la determinación de mi mujer; me quedé embelesado viéndola subir; si no fuera por la ropa, bien podría haberla confundido con una princesa maya, bajita, con formas redondeadas, dicharachera y feliz; lástima que la vida nos estuviera jugando una mala pasada; aún no podía creer lo que nos habían dicho los médicos acerca de la infertilidad de Rosa; ¡pero qué le vamos a hacer!, no cabía más que resignarse. Yo también subí para divisar desde arriba el poblado bosque que lo rodeaba todo, las columnas alineadas en las ruinas de otro edificio, el lugar donde jugaban a pelota los mayas y el cenote donde sacrificaban a las princesas. El paisaje me dejó boquiabierto, aunque mi gozo cayó al fondo del pozo cuanto tuve que bajar, con el miedo en el cuerpo, agarrado a la cuerda, apoyando el culo en cada escalón; al contrario que Rosa, a quien le sobraba en valor todo lo que le faltaba en tamaño, y que bajó los escalones de escasa huella como si se tratara de la escalera de nuestra casa, como si lo hubiera estado haciendo toda su vida, pensando que sería una gozada que se cumpliera el deseo que había pedido desde la cúspide de la pirámide, tal y como le había dicho El Tigre. En todo lo alto había recordado sus palabras: Rosa, pida usted lo que más desee en lo alto de Kukulcán; los dioses se lo concederán porque es usted una princesa maya.
Los días siguientes pasaron entre baños en la piscina, tequilas y piñas coladas, bailes con los animadores ataviados al estilo del grupo Village People, zambullidas en las espléndidas playas de aguas cristalinas, transparentes, azuladas, cálidas, y visitas con El Tigre a otros lugares inolvidables, las ruinas de la ciudad de Tulum, al borde del mar, isla mujeres, Acumal, donde contemplamos la estatua de Gonzalo Guerrero, el marinero de Palos de Moguer que naufragó en aquellas tierras allá por el siglo XVI, fue hecho prisionero y acabó casándose con una mujer maya, teniendo varios hijos, tatuándose la piel y abrazando la forma de vida de los mayas, hasta convertirse en jefe y defender a su pueblo adoptivo en las luchas contra sus paisanos españoles. El Tigre nos habló con entusiasmo de Guerrero, a quien allí consideraban el padre del mestizaje.
Pero todo lo bueno se acaba y aquellos siete días también llegaron a su fin, aunque todavía resonaban en nuestros oídos los acordes de bienvenida, cuando nos recibieron con un cóctel bajo el altísimo techo de paja de la recepción, que parecía sostenerse sobre un gigantesco tótem, al arrullo de las notas de violines y trompetas, con aquellas diminutas guitarras y los sombreros de ala ancha de los músicos, quienes acompañaban al cantante de voz desgarrada cuando cantaba aquello de que con dinero o sin dinero sigo siendo el rey. El rey de qué, me pregunté.
 La mañana de la partida, Rosa se había levantado muy temprano, después de haber sentido en su cuerpo unas sensaciones extrañas, nuevas, distintas a todo cuanto había experimentado en su vida. Medio dormido y medio despierto, la vi reflexionar, mirarse una y otra vez en el espejo, de frente y de perfil, palparse el vientre con una sonrisa de satisfacción para, finalmente, despertarme.
- Pedro, no te lo vas a creer…¡Me parece que estoy embarazada!
Al oír estas palabras di un bote en la cama y abrí los ojos como si hubiera visto un fantasma. Nos abrazamos y lloramos de felicidad y decidimos que El Tigre sería el primero en saberlo, como señal de agradecimiento. Nos vestimos y bajamos a todo correr a la calle, atravesamos el paseo arbolado, pasamos la barrera del anodino guardia, y llegamos jadeantes al aparcamiento. Un hombre de piel morena, que frisaba lo cuarenta, acudió a nuestro encuentro.
- ¡Buenos días, señores!
Nos acercamos a la furgoneta rectangular, el viejo vehículo.
-          ¿Les gusta, no es cierto? – preguntó el hombre, y, sin esperar respuesta, continuó:
- Es un auto muy antiguo, que lleva años sin moverse. Pertenecía a un mestizo de acá, uno que presumía de ser descendiente directo de Gonzalo Guerrero, el primer español que formó familia con una india maya. Lo llamaban El Tigre, no sé exactamente por qué; murió hace muchos años y nadie ha movido la furgoneta desde entonces, más que nada porque ni siquiera tiene motor; nadie ha querido quitarla de ahí porque es como una reliquia, ¿me entienden? Acá algunos son muy supersticiosos; dicen que El Tigre todavía vuelve de vez en cuando para encontrar a su princesa maya.

Sin poder creer lo que estábamos oyendo, Rosa y yo nos miramos, inspeccionamos más de cerca el vehículo y comprobamos que, efectivamente, aquel cacharro no parecía haberse movido de allí durante siglos; lo vimos distinto, extremadamente viejo, abollado, cubierto por una espesa capa de polvo, con las ruedas desinfladas, incapaz de moverse un centímetro. Mientras asimilaba la información, Rosa se llevó instintivamente la mano al vientre y sonrió. Fuera como fuese, la vida seguía su curso dentro de ella. Y por más que pasaran los años, nunca olvidaríamos a aquel Tigre que nos llevó al Yucatán y nos obsequió con el mejor de los regalos, nuestra querida flor, nuestra princesa maya.

Antonio Delgado 

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