Luces y sombras


Una luz anaranjada se tendía sobre los campos por poniente cubriéndolo todo, desde las montañas, pardas y rocosas, hasta la línea que dividía dos tonos de azul allá por el horizonte, donde el cielo parecía juntarse con el mar; una luz que arrancaba destellos verdosos a las matas y matorrales y bañaba las laderas de los montes, hacia el norte, para luego ir degradándose en todos los tonos imaginables, conforme bajaba  hacia el valle, más al sur, y acababa bruñendo la roca pelada que había junto al mar. La explosión de color que había tenido lugar a lo largo del día, tarjeta de presentación de la primavera, iba dejando paso ya a la tarde, que poco a poco caía y esa luz que lo dominaba todo y que había inundado la casa de arriba abajo, se retiraba ya tras el monte mayor, y comenzaba a cederle el paso a las sombras; sombras de noche sin luna; sombras que se adueñaban de las montañas, del agua, y que difuminaban el cielo con el mar; sombras que se derramaban sobre los campos; sombras que ocultaban las aves, los árboles, las flores, y que llegaban hasta la casa, hasta el porche acristalado, y hasta el anciano que estaba sentado en una silla de hierro, con los brazos apoyados sobre una mesa de mármol blanco; sombras que envolvían las manos del anciano y que cubrían, como si de un envoltorio se tratara, a la figura siniestra que ya se le acercaba por detrás.



Carmen leyó este párrafo que acababa de escribir y se reclinó en el asiento, al tiempo que extendía los brazos y se desperezaba, después de haber estado escribiendo por un lapso de tiempo que le parecieron siglos. Estaba rehaciendo un trozo del relato, unas frases, y no sabía si aquello le quedaría bien, si quedaba un poco barroco o recargado o si se quedaba corta y debía adornarlo aún más. Había escritores que necesitaban dos páginas para describir una flor y otros que eran capaces de cortarla con un par de palabras. Ella no formaba parte de los unos ni de los otros. Por eso dudaba. Dudaba siempre que escribía. Hacía, deshacía, rehacía. Y así hasta el infinito. Llevaba meses con esa historia y no sabía cómo darle forma a la parte final, aunque, desgraciadamente para mí, ella tenía muy claro el desenlace. Era una trama de intriga, de asesinatos misteriosos que gustaba mucho al público, el mismo público que demandaba cada vez más sangre y más misterio de la pluma de la autora; un relato que debía presentar en breve a la editorial para su publicación; pero, cada vez pasaba algo que impedía que la acabara, para satisfacción mía: una línea que no cuadraba o la distracción del timbre de la puerta, la llamada por teléfono de algún amigo o un párrafo que se resistía a ser descubierto entre el blanco de los folios, cualquier cosa que pasaba ante sus ojos, o simplemente dentro de su mente, en esos momentos de búsqueda de la inspiración en los que a veces se perdía en un mar de pensamientos e imágenes que se entremezclaban y la hacían estar ausente de la realidad durante unos minutos. Yo la conocía bien; cada uno de sus gestos, la forma de sentarse, la expresión de su cara reflejaban lo que sus dedos se disponían a escribir.  Todo su ritmo me resultaba familiar. Casi extrañamente familiar. Podía predecir sin temor a equivocarme qué iba a hacer ella en los próximos segundos, fijándome tan sólo en la mueca de su boca, el gesto de sus manos, la mirada que brotaba de sus ojos, unos ojos que sonreían por sí solos, oscuros como noche sin luna, hermosos y acogedores cuando estaba tranquila, capaces de fundir el hielo si se enfadaba. Poseía una mirada que irradiaba serenidad en los momentos de calma, una mirada que yo admiraba y temía, sobre todo, y esto era lo peor, cuando se tornaba amenazadora. Pasaba del sosiego a la tempestad más brava en cuestión de segundos y el destello de sus ojos se hacía más intenso, más negro si cabe. Era entonces cuando yo me sentía arrastrado hacia el interior de lo que me parecían dos profundas cavernas bajo su frente.



 Carmen sintió el frescor de la noche que penetraba en los hombros desnudos bajo los tirantes del vestido y se puso el jersey que estaba en el respaldo de la silla, sin dejar de pensar en la continuación del relato. Estuvo largo rato mirando al papel sin ver nada, perdiéndose en los recovecos del personaje para no dejar suelto ningún fleco en la historia. Despacio, muy despacio, volvió su mente al papel, volvieron sus manos a empuñar la pluma y se dispuso a rematar la historia.



Era un anciano de pelo gris, huesudo, de aspecto cansado, pero no por el cansancio del día, no; el suyo era un cansancio de siglos que pesaba como una losa en su ánimo. Había visto muchas cosas aquel hombre viejo, y conocía bien las bondades y maldades de la condición humana. Estaba solo en la casa, pues ya se había marchado la criada, una mujer bajita y regordeta de hablar estridente, que cocinaba como los ángeles y llevaba tantos años con él que ya ni se acordaba de cómo era la vida cuando aún no la tenía a su servicio, o cómo se las apañaba entonces para comer decentemente. El anciano parecía estar sumido en sus pensamientos, recordando tiempos en los que era más joven y su cuerpo no se le antojaba como algo extraño que se va deteriorando poco a poco. Tenía un lápiz en la mano…



Se detuvo al escribir  esto, y yo me fijé, por enésima vez, en sus manos, siempre atareadas, manos que eran el reflejo puro de su alma. Huesudas, inquietas, de dedos finos, largos y nerviosos. Solía tamborilear con las yemas sobre la mesa, en los largos minutos, que a veces se tornaban horas, en que su mente divagaba en el vacío de la habitación, buscando una palabra, una expresión. O quizá no vagara por la estancia, sino que se marchaba tras los cristales del ventanal, con la mirada perdida en el vacío exterior, mirando sin ver nada de cuanto tenía ante sí. Su mano diestra, con la que escribía, a mí me parecía siniestra, porque llevaba a cabo los más viles encargos que hacían llegar las neuronas hasta unas yemas acostumbradas a perpetrar todo tipo de crímenes.



…con la punta inmaculadamente afilada por una navaja –prosiguió Carmen-. Cualquiera que se hubiera asomado entonces a su vida, habría comprobado que aquel viejo intentaba recordar algunos retales de su pasado. Y el anciano escribió algo parecido a unos versos  sobre una hoja en blanco, versos dedicados a una mujer a la que amó años atrás, una mujer morena, de ojos negros y profundos:



Una barca de cariño

varada en amorosa arena

espera a tu piel morena.

Abre mi aliento las velas

y mi amor, como un niño,

navegará por tus venas.



La autora retiró las manos del papel y repasó con la vista lo escrito. En ese momento comenzaron a sonar las campanas de la iglesia cercana, con un toque de difuntos, presagio inquietante de lo que estaba a punto de salir de los dedos de Carmen, lo cual la distrajo un par de segundos, tiempo suficiente para que las volátiles palabras que tenía en mente se alejaran de su interior. Carmen se llevó las manos a la cabeza y se echó el pelo hacia atrás, en un gesto de cansancio que yo conocía bien; significaba que necesitaba pensar, ordenar conceptos, buscar palabras, escoger alguna figura literaria; en suma, necesitaba tranquilidad para crear la situación final, darle forma y gestos, incluso acción, a esa figura siniestra que había dejado entre las sombras tras el anciano que estaba sentado en el porche.



La escritora se levantó de la silla y se dirigió a la cocina, a preparar un poco de café, pues preveía que aquella sería una noche larga; debía encontrar la conclusión de la historia y, siendo terca como era, estaba segura de que la encontraría esa misma noche. Atrás quedaron los tiempos de sus comienzos, cuando se pasaban los días y las noches y no encontraba la narración adecuada, el personaje querido, la acción necesaria para atraer al público, ese público que no siempre estuvo con ella. Como tantos otros, había tenido que patearse los despachos de los editores, y había enviado sus originales a todos los concursos posibles, siempre con idéntico resultado; es decir, nada. Nunca le publicaban nada, y llegó a creer que no tenía calidad suficiente para vender una historia. Hasta que un buen día, cuando menos lo esperaba, sintió el placer de ser una de las elegidas, cuando le publicaron aquella historia de crímenes que tanto gustó. El público había tomado la decisión por ella, y desde entonces no dejó de fraguar relatos de detectives y casos misteriosos.



La mirada que traía puesta Carmen al volver de la cocina me dejó clavado en mi asiento. Aquellos dos pozos negros y profundos, que podían albergar todo el mal del universo, reflejaban ahora la determinación, las ganas de acabar la tarea empezada. Al verla, supe que mi suerte estaba echada, y pude ver en sus ojos luminosos, brillantes, el reflejo del final que yo tanto temía. Luego, en una sucesión de movimientos que se me hizo vertiginosa, se dispuso a perpetrar el crimen sobre el papel blanco:



El hombre, de gran envergadura, se acercó con sigilo hasta la silla de hierro y la mesa de mármol blanco, como una inmensa sombra que amenazaba la vida del anciano.



Incluso en ese momento delicado pensé en su mente. Acaso sea su mente lo que más admiro. Puede que sí, aunque desde esta distancia, en la soledad de mi mesa y a mis años, soy incapaz de abarcar los límites que encierra su cabeza, la cual se me antoja noble las más de las veces; y, otras, perversa. En su interior se cuecen las historias que se plasmarán en texto, se fraguan los personajes que cobrarán vida cuando la punta de su pluma comience a darles forma. Unos, con suerte, agraciados y bendecidos por la vida, triunfadores en su oficio; en cambio, otros, mezquinos, tristes, o, simplemente, víctimas de unos acontecimientos que, pienso a veces, ni siquiera ella misma es capaz de controlar. En ocasiones, en nuestra corta pero intensa relación, la he visto mover la pluma y diríase que ésta va sin control, alocada, a remolque de los acontecimientos, como si fueran éstos los que hicieran que escribiese tal o cual cosa, como si siguiesen unas líneas invisibles.



Sí. Su mente. Pero no consigo acercarme lo suficiente a su interior. ¡Ojalá pudiera! Quisiera que se diera cuenta de mí; de que, en cierto modo, la admiro; de que deseo que me comprenda, que me reinvente y me lleve más allá de los límites de esta mesa, de estas luces y estas sombras; que comprenda  que este anciano, viejo y decrépito como me ha concebido, está enamorándose de su propia vida y no quiere llegar a la última página. Casi podía oler el aliento de la muerte sobre mi nuca y sentía que aquel zarpazo letal estaba a punto de golpearme; olía la tinta que derramaría mi sangre por el bien del relato, esa tinta que daba forma a unas palabras que actuarían como una guadaña segando mi vida de papel, la vida de ese anciano que estaba sentado en una silla de hierro, con los brazos apoyados sobre una mesa de mármol blanco. Pero antes de que aquella siniestra figura dirigida por la mano de Carmen descargara su golpe mortal y las sombras fuesen también parte de mí, sentí el consuelo de que algún día no muy lejano volvería a vivir lo vivido, cuando un lector cualquiera abriera el libro por la primera página y me hiciera recorrer el camino otra vez, y volvería a ver que una luz anaranjada  se tendía sobre los campos por poniente cubriéndolo todo, desde las montañas, pardas y rocosas, hasta la línea que dividía dos tonos de azul allá por el horizonte, donde el cielo parecía juntarse con el mar...

Antonio Delgado

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