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Un cielo gris plomo

Está encapotado. Formas algodonosas, grisáceas y blanquecinas se amontonan más allá de las azoteas. Los edificios, amasijos quejumbrosos de hierro y piedras, muestran sus esqueletos desnudos, retorcidos y dolientes. Ya no son lo que fueron, orgullosas moles de cemento capaces de albergar escenas cotidianas en sus entrañas. La calle está desierta, alfombrada de cascotes, rota, desvencijadas las puertas de las casas, los cristales de las ventanas hechos añicos, materia inerte amontonada sobre el asfalto. Algún cadáver aquí o allá, cuerpos que rezumaban vida hace unos minutos, y el olor a muerte en el aire, me recuerdan que también yo camino por el filo de la navaja. Cuando empezó la guerra no pensaba que llegaríamos a este punto de locura. Luego, el torbellino, cada nuevo día una vuelta de tuerca más, al principio aguantar aquí, después, las mujeres, los niños y los ancianos en un éxodo variopinto, de abrigos sobre la nieve, cruzando ríos sobre tablas improvisadas bajo un puente medio de

El gorrito rosa

Pedro estaba sentado sobre su lecho, medio cubierto por una gruesa manta de lana. Miraba al frente, a la Plaza de España, posando la vista en los bancos del parque, en algún árbol, en el perro de buena planta que tiraba de la correa llevando a su dueña a rastras. Era una mañana fría y el viejo sintió un escalofrío y comenzó a tiritar, al tiempo que se llevaba la mano a la cara para rascarse la raquítica barba. Decidió que era hora de levantarse. Mientras se desperezaba, sus retinas, fijas aún en la plaza, le trajeron la imagen de un furgón policial grande. Lo conocía bien. Era el transporte de los caballos. Observó cómo el funcionario de uniforme azul, de porte erguido, abría los portones traseros del vehículo y ayudaba a salir, tirándoles de las bridas, a dos hermosos caballos, uno blanco y el otro color aceituna. Luego, dos policías montaron y se alejaron al paso entre los paseantes. Pedro acabó de restregarse los ojos y se puso en pie. No necesitaba vestirse, pues siempre se

El tigre del Yucatán

Tras atravesar el camino adoquinado que nacía en la puerta del hotel y se extendía un centenar de metros custodiado por árboles, cruzamos la barrera para coches donde se aburría el guardia, un joven imberbe con cara de pocos amigos. Aún era temprano y habíamos visto pocas almas, tan sólo alguna que otra pareja tan madrugadores como nosotros y algún empleado que entraba o salía de turno. Saludamos sin mucho afán al joven antipático y nos dirigimos a la salida del recinto hotelero, hacia el aparcamiento de las agencias.  Al acercarnos, al otro lado de la valla metálica que marcaba el espacio que podían ocupar los vehículos de alquiler, vimos tan sólo dos furgonetas, situadas una en el rincón opuesto a la otra. Ambas eran blancas, pero con este detalle se acababan las similitudes. La más cercana al espacio de salida del recinto era bastante nueva, curvilínea, de llantas atractivas, carrocería cuidada, pintura en buen estado y, en fin, con aspecto de moverse, y bien, a diario. La otra, si

Luces y sombras

Una luz anaranjada se tendía sobre los campos por poniente cubriéndolo todo, desde las montañas, pardas y rocosas, hasta la línea que dividía dos tonos de azul allá por el horizonte, donde el cielo parecía juntarse con el mar; una luz que arrancaba destellos verdosos a las matas y matorrales y bañaba las laderas de los montes, hacia el norte, para luego ir degradándose en todos los tonos imaginables, conforme bajaba   hacia el valle, más al sur, y acababa bruñendo la roca pelada que había junto al mar. La explosión de color que había tenido lugar a lo largo del día, tarjeta de presentación de la primavera, iba dejando paso ya a la tarde, que poco a poco caía y esa luz que lo dominaba todo y que había inundado la casa de arriba abajo, se retiraba ya tras el monte mayor, y comenzaba a cederle el paso a las sombras; sombras de noche sin luna; sombras que se adueñaban de las montañas, del agua, y que difuminaban el cielo con el mar; sombras que se derramaban sobre los campos; sombras que

Un cachorro sin pedigrí

El cachorro acabó de evacuar el vientre tras un último esfuerzo y se volvió a mirar la caca; la olisqueó, la lamió, como para cerciorarse de que era realmente suya y, después de unos segundos de titubeo, se encaminó a la parte opuesta del salón. Era un perro flaco, no más alto que un bebé andando a gatas; tenía el hocico alargado y en su pelo liso, corto y áspero se mezclaban distintos tonos de marrón y algo de negro; parecía un animal despierto, aunque Paco, el dueño a su pesar, aún no había conseguido que defecara en la caja con periódicos, arena y serrín que tenía colocada en un extremo del diminuto salón. El cachorro, de nombre Chucho, parecía entender que su amo pretendía algo con él y con aquel rectángulo arenoso, en el que a veces había echado una meada, para marcar su territorio, y, quizá por eso, ahora estaba quieto en un rincón, con las orejas tiesas, mirando la caja y atento a los movimientos de Paco, que ya volvía de la cocina con una taza de café humeando entre las mano