Un cielo gris plomo

Está encapotado. Formas algodonosas, grisáceas y blanquecinas se amontonan más allá de las azoteas. Los edificios, amasijos quejumbrosos de hierro y piedras, muestran sus esqueletos desnudos, retorcidos y dolientes. Ya no son lo que fueron, orgullosas moles de cemento capaces de albergar escenas cotidianas en sus entrañas.

La calle está desierta, alfombrada de cascotes, rota, desvencijadas las puertas de las casas, los cristales de las ventanas hechos añicos, materia inerte amontonada sobre el asfalto.

Algún cadáver aquí o allá, cuerpos que rezumaban vida hace unos minutos, y el olor a muerte en el aire, me recuerdan que también yo camino por el filo de la navaja.

Cuando empezó la guerra no pensaba que llegaríamos a este punto de locura. Luego, el torbellino, cada nuevo día una vuelta de tuerca más, al principio aguantar aquí, después, las mujeres, los niños y los ancianos en un éxodo variopinto, de abrigos sobre la nieve, cruzando ríos sobre tablas improvisadas bajo un puente medio derruido, caminando por las carreteras, dejándolo todo atrás.

La comida ya empieza a escasear. La ciudad está sitiada. Es una ratonera y el gato, gordo y fuerte, está a punto de irrumpir en ella, con toda su parafernalia bélica, sus bombas demoledoras, los tanques como gigantes tétricos en movimiento, los soldados enemigos dispuestos a acabar con mi vida.

El eco de disparos rebota en las paredes. Instintivamente, aprieto el arma con más fuerza. Se acercan. Veo a Oleksandr junto a una ventana, cabizbajo, el arma al hombro, mirando la pantalla del teléfono móvil. Alza la vista a su vez, me mira con ojos extraños. Me recuerda a mi hijo Andriy, que tiene diecisiete años y se ha quedado con su madre y su hermana Irochka en nuestra ciudad. Oleksandr tiene poco más de veinte, cara de niño, mirada franca, entereza de hombre a fuerza de golpes. 

Oleksandr se muestra inquieto, distinto, un desasosiego le recorre el cuerpo y no para quieto, va de aquí para allá, de la ventana a la puerta sorteando escombros y vuelta. Lo miro y evita devolverme la mirada. Me acerco a él. Algo no anda bien.

¿Qué pasa, Oleksandr?

Mira al suelo. Remueve los cascotes con el pie, nervioso.

Mírame -le ordeno. 

Después de un mundo de tiempo, su mano temblorosa me acerca el teléfono móvil, pulsa un botón con un dedo que se agita más de la cuenta y me muestra, sin mediar palabra, una imagen. Es una foto que aparece en un periódico digital. Es una escena de guerra. Una calle. Una acera. El asfalto. Restos de vidrio. Y tres cuerpos. Alguna mano amiga los ha cubierto con mantas. Los pies sobresalen bajo una de ellas, unos pies pequeños, pies de corta edad. Pies de niño. O de niña. Yace este cuerpo cerca de otro, también cubierto, del que sobresale el antebrazo derecho, la mano inerte. Un brazo de adulto, de un hombre. No. De una mujer. El tercer cuerpo queda un poco más lejos en la imagen, quizá un adolescente. Y, entre los tres, a modo de recordatorio de un viaje interrumpido casi antes de empezarlo, una maleta se mantiene en pie, las ruedas sobre el asfalto, entera, sin daño aparente, una maleta gris, corriente, pequeña, maleta de cabina de avión, para llevar lo justo, una muda, un documento, un cepillo de dientes. En la parte superior, la maleta tiene una muesca, una cicatriz de otro tiempo, que al momento reconozco. Y la realidad me impacta en la cara como un obús. ¡Bang! Tengo el móvil en la mano, la mirada borrosa, la imagen ya no es nítida. Necesito aire. Salir de aquí. La calle. Salgo, todavía sosteniendo el teléfono en la mano. Miro a uno y otro lado, miro al cielo, incapaz de asumir lo que mi cerebro me transmite de forma incesante, como un bombardeo neurológico. No quiero creerlo. Las piernas me flaquean, me siento débil, me tiemblan las rodillas, me dejo caer sobre ellas, me siento sobre los talones. El cielo sigue gris plomo, pero ya no lo veo. Vuelvo a mirar la imagen. Tres cuerpos y una maleta. Una niña, un adolescente y una mujer. Los tres huían del cerco a la ciudad. Tres vidas cercenadas, como cientos, miles de vidas truncadas por esta maldita invasión. Tres muertes que me traspasan de dolor. Todavía no quiero aceptarlo, pero sé que son mi mujer Oxana, mi hijo Andriy y mi hija Irochka. Tres cuerpos sobre el asfalto, a las puertas de mi ciudad. Tres personas que huían de la barbarie, la barbarie humana, la barbarie inhumana, el horror que provocan quienes nunca tendrán que vivir algo parecido, aquellos que se parapetan tras sus imponentes escritorios en sus gigantescos despachos, que se mueven por suntuosos salones, donde el olor y el horror de la guerra no se acercan siquiera.

Oleksandr se encuentra a mi lado y tira de mí con insistencia. Es peligroso estar aquí, dice. Vamos dentro. Me dejo llevar y lo sigo, arrastrando conmigo mi desgracia, que no es otra que la de toda una nación. Una vez dentro del edificio, comienzo a ser consciente de la situación. Las lágrimas se asoman a mis ojos cuando hablo.

No estaba allí para protegerlos. ¿Te das cuenta, Oleksandr? ¡Yo no estaba allí para protegerlos!

Entonces me rompo por dentro. Me echo en brazos de mi compañero y no puedo contenerme. Siento un desgarro en las entrañas que no podré cauterizar en mi vida. No tengo consuelo. Ahora solo tengo una certeza. También yo moriré en esta guerra.

Antonio Delgado 




Comentarios

  1. Wawww...que texto más elocuente...Una expresión genuina de los sentimientos que experimenta el protagonista...palabras y emociones manejadas con maestría que describen con vehemencia y coraje el triste y doloroso momento que están pasando los que viven esta absurda guerra de cerca o de lejos...con dolor o con tristeza...sin esperanzas, con miedo...con todo.

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